El Hedor

El hedor me despertó en plena noche. Invadió mis narices como un aliento tibio, me provocó una pesadilla de vegetaciones muertas, de pútridos animales.

Abrí los ojos asqueado y observé el dosel de mi cama, reconocí el baldaquino de seda con motivos dorados, los tentáculos de madera carmesí. Respiré aliviado. Di gracias de haber escapado de aquel mundo de pesadilla y estar de vuelta en mi habitación. Pero el tufo, omnipresente en mi sueño, seguía allí. Lo tenía pegado al paladar como si hubiese comido un fruto rancio. ¿Qué era? ¿De dónde venía?


La cama

Tanteé con mi mano en la mesilla de noche hasta dar con un vaso de agua. Bebí, aclaré mi garganta y me incorporé. Miré la rosa en mi florero de cristal; había muerto durante la noche y sus pétalos se esparcían lánguidamente sobre la madera oscura del mueble. El resto de la habitación era toda penumbra.
Me recosté sobre los almohadones de plumas y esperé a que la pestilencia se desvaneciera. ¿De qué podría tratarse? Era otoño. En verano solía tener algún que otro problema con las tuberías de la casa. Se elevaban pestilencias por los viejos y largos desagües y María, la sirvienta, aseguraba oír ratas trepar por detrás de las paredes. Pero era otoño. Los árboles del jardín estaban pelados. La noche era fría, polar bajo las estrellas de hielo. ¿De dónde, pues, venía ese hedor?
Completamente desvelado espere a que el olor remitiera, pero no lo hizo. Por momentos menguaba ligeramente, después crecía hasta hacerse insoportable. No... no era ningún desagüe; estaba seguro. Era una fetidez demasiado intensa. Recordé aquel jabalí que encontré una vez de niño en un bosque, con las tripas reventadas por un perro, perforado de gusanos. Recordé aquel terrible y pegajoso olor a muerte. Era un olor penetraba hasta la garganta. Una hediondez capaz de trastornarle a uno. Y era el mismo que me rodeaba aquella noche, sin duda.
Me levanté y abrí las ventanas. La noche era fresca. La luna estaba posada en un nido de nubes púrpuras. La aldea dormía en paz bajo sus tejados de plata. Un perro aullaba en la distancia. Respiré durante un minuto apoyado en la barandilla de forja, después regresé adentro. El tufo me esperaba como una bruma suspendida en el aire de la habitación. 

¿De dónde venía?
Abrí los armarios. Sumergí mi nariz en los cajones, olfateé cómo un perro de caza. Pensé que quizá fuese un pequeño roedor muerto en algún lado, atrapado entre un mueble y la pared. Mi amada Cristina, que posaba sonriente en una fotografía, casi se estampa contra el suelo según movía el buró. La tomé entre mis manos y la observe con una sonrisa dibujada en los labios. Su visión logro calmarme un poco.
La peste fuera de casa
Terminé de registrar mi habitación y el lavabo sin resultados. Abrí entonces la puerta del pasillo y olfateé el aire que yacía manso y dormido en la largura de la galería. Era definitivamente peor; el asqueroso y fétido tufo aumentaba perceptiblemente ahí fuera. ¿Qué podría estar causándolo? ¡Toda la endemoniada casa olía como una ciénaga! Me hirvió la sangre. Regresé a mi cama y tiré del avisador. Escuché las viejas poleas girar por las entrañas de la casa y, en la planta baja, oí resonar la campanilla. CLANK-CLANK-CLANK
La casa no se inmutó ante mi llamada. Tiré de nuevo y con tanta fuerza que casi rompo la cinta. "¡María!" grité "Criolla perezosa! ¿Dónde demonios te has metido?" Pero mis palabras resonaron solitarias por el pasillo y se ahogaron sin recibir respuesta. ¿Dónde estaba María? ¿Habría cumplido su amenaza de despedirse?
Nuestra última discusión había acabado de forma terrible. Me llamó loco, dijo que estaba obsesionado. "Ninguna de mis amigas limpia tanto como yo. Usted ve suciedad donde no la hay" se atrevió a decirme. Así son las sirvientas jóvenes. Perezosas, pierden el día soñando con el novio que las saque de sus fatigosas existencias y te tachan de cacique ante la más mínima exigencia. ¡Si supiera cuantas concesiones hago! ¡Cuántas capas de polvo hago por no ver! Debía haberse marchado, sí, y me alegré por ello; hacía tiempo que pensaba echarla. Buscaría otra... ¡pero si todas son iguales! Bueno, quizá yo pudiera encargarme. Nadie mejor que uno mismo para hacer las cosas como es debido... quizá...
Me anudé el albornoz de seda y salí al pasillo. En los retratos, los rostros de mis antepasados parecían también disgustados por aquella inmunda atmósfera. Avancé asqueado, aguantándome las arcadas, hasta la cima de la escalera. Cuando llegué, la punta de la lengua me sabía a leche rancia y la garganta a huevo podrido. Tuve que cogerme de la barandilla para no caer desmayado.
No me costó percibir que aquella repugnancia ascendía desde la planta baja e inmediatamente pensé en la despensa ¿Sería todo una venganza de la criolla? Dejar pudriéndose una pata de cordero o matar las gallinas del corral era algo que encajaba con su sangre vengativa y murmuradora.
Bajé las escaleras hasta el vestíbulo. Los jarrones chinos estaban vacíos de flores y note el horrible tacto del polvo sobre las alfombras ¡Y pensar que Cristina estaba por volver esa misma semana! ¿Qué pensaría al ver aquel desastre? Mi ira fue a más. Grité otra vez el nombre de María aunque sabía que de nada iba a servir.
Me dirigí a la cocina y la encontré recogida. Abrí el refrigerador: Vacío. Ni una sola vitualla. Limpio, vacío y apagado. La maldita ladrona, pensé, se había ido con todo. Corrí al baúl de la plata, pero éste seguía intacto. ¿Qué sentido tenía todo aquello?
El hedor seguía allí, suspendido sobre mi cabeza, mareante, viscoso. Salí otra vez al vestíbulo, entré en el comedor. La mesa llevaba los manteles de la mañana. El frutero estaba vacío y había tanto polvo que uno podía dibujar su nombre sobre la madera. ¿Obsesionado yo? Pensé recordando las quejas de mi sirvienta…¡Ciega era lo que estaba ella!
Pasé a la sala de dibujo y allí, por fin, sentí que aquella pestilencia debía estar muy cerca. La sentía mezclándose con mi piel, enredándose en mi cabello. Era cómo una negra peste vestida con un largo e infecto camisón.
Biblioteca
¿Pero de dónde venía? Al fin lo descubrí.
Me acerqué al mueble biblioteca. Allí, el tufo me hizo retroceder. ¡Era fuertísimo! Una arcada me subió por la garganta pero pude contenerla. Me recompuse. Ahora comenzaba a comprender... Saqué un pañuelo de mi albornoz y me lo coloqué en la boca. Después me acerqué al mueble biblioteca y, sobre mis puntillas, alcancé aquel viejo saliente con forma de dragón. Lo giré dos veces y noté el chasquido del mecanismo secreto. El anaquel de mi derecha se desprendió de la pared y de la abertura surgió un vapor tan fuerte y pestilente que ésta vez sí, logró hacerme vomitar.

Retrocedí al comedor y pasé unos minutos sentado, recobrando el pulso y la respiración. Después regresé a la sala de dibujo y abrí por completo la puerta del gabinete oculto, una extravagancia de mis antecesores que hoy día utilizaba como sala de estudio, archivo de algunos viejos documentos y sitio de la caja fuerte. Encendí la luz. Resplandeció la moqueta verde y brillaron las inscripciones en oro de los centenares de volúmenes que reposaban en las estanterías. En el centro, en la preciosa mesa de cedro, había alguien sentado, de espaldas sobre la butaca de cuero. Entré.
De nada servirá describir la irrespirable, asfixiante y pútrida atmósfera que me vi obligado a atravesar hasta llegar allí. El cadáver yacía derrumbado sobre la mesa. Su cabeza, ennegrecida y repleta de pústulas, conservaba algunos mechones de cabello. Una de sus sienes estaba agujereada, la otra había reventado dejando un reguero de confusas formas sobre la mesa.
Encontré mi vieja Colt a sus pies, el casquillo de la bala bajo la silla.
Tomé el cuerpo por los hombros y lo eché hacía atrás. Reprimí un grito al ver sus cuencas vacías y la exagerada sonrisa de la muerte. Su mano izquierda seguía apoyada en la mesa, era un mórbido ensayo de tendones y huesos. Con sus largos dedos sujetaba una carta manuscrita. La tomé. La sangre, ya seca, solo había dejado legible el tercio inferior de la cuartilla. Decía así:

".. si me amas como dices, debes comprenderlo. He descubierto que no puedo ser feliz a tu lado, en esa casa que más parece una jaula de oro. A veces pienso que solo amas la idea de tenerme allí, como otro objeto de tu colección, brillante, pulcro, ocupando su sitio como el resto de las cosas. Por eso te digo adiós. Nunca más volveremos a vernos. Olvídate de mí, por favor. "

La firma de Cristina era lo último que ocupaba el papel.
Me miré a mi mismo sentado en aquella silla. Podrido bajo mi traje de corte colonial, con mi foulard de cachemira aún anudado al cuello, y una flor marchita ensartada en el ojal de mi solapa.
Lo recordé todo. Como ocurría a diario desde hacía ¿cuánto? Pero esa noche me acostaría de nuevo, lo olvidaría, y el hedor volvería a despertarme.
Salí de allí, cerré el gabinete, regresé al vestíbulo. ¿Qué hacer cuando tiene uno toda la eternidad por delante?
Cogí el plumero y me puse a quitar el polvo.

Sacado del libro de relatos de Mikel Santiago




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